viernes, 23 de diciembre de 2011

Contra el Estado del Bienestar, la sociedad de consumo y las instituciones manipulativas

Contra el Estado del Bienestar, la sociedad de consumo y las instituciones manipulativas
x Pedro García Olivo   



“Un pastor leyó una vez, en un libro muy antiguo, de cuando se sabían todas las cosas y las letras se adornaban con dibujos, que, andando el tiempo, la tierra entera se convertiría en un desierto; y debe ser verdad, por lo antiguo que era el libro y lo elegante de los dibujos.”

Alejandro, pastor de Arroyo Cerezo

Decía Barthes que cambiar el sentido de las palabras, inventar nuevas locuciones, mezclar y confundir los lenguajes, era operar una Revolución. Cuando ya casi todo ha sido enunciado, y callarse arrojaría una amenaza mayúscula pero desatendible, gigantesca y, a su vez, desvalida, “renombrar” las cosas aparece como un arte refugio, en el que Illich sobresale.

Como, en estos tiempos sombríos que vivimos, nadie va a correr en nuestra ayuda con una antorcha en la mano, como ni queremos ni admitimos más “iluminados”, el gesto de Illich arrostra una asombrosa contemporaneidad. Decir lo dicho, con otro lenguaje, tras modificar “singularmente” la perspectiva: nada menos y casi demasiado...

El hombre que no aspira ya a “desentrañar”, a “descubrir”, a “exhumar”, que no se presume cultivador de una intimidad prodigiosa con la Verdad, pero que está lleno de insumisión en su corazón, que arde en deseos de actuar, puede aún “crear” renombrando. Y, por fuera de ese empeño, o acaso desde la médula misma de ese empeño, puede tentar también una meta sublime, que ha atravesado toda la historia de nuestra cultura: “pensar la vida, vivir el pensamiento”. Vivir, al fin, en paz con uno mismo; sonreír, sin ironía, ante las preguntas de la propia conciencia.

¿Cómo no sentirse hermano de Iván Illich al percibir, y a veces “padecer”, su voluntad extrema de sinceridad, aún cuando camina sobre las palabras de los otros, su sed de coherencia? Sinceridad intelectual y coherencia vital...

La mayor parte de los libros publicados se dejan leer desde una perspectiva “cínica”. Y es lo que les corresponde, pues se escribieron con un espíritu “cínico”. No hay verdad sustancial en sus palabras, porque tampoco hay demasiada verdad en la vida de sus lectores. Se traba, ahí, un juego entre mentirosos... Juegan; pero ríen poco, o ríen teatralmente. Y todo huele a sepulcro... Illich habla desde el corazón, es sabido. Pero lo maravilloso, casi lo imposible, es que ese corazón está sano...

He sentido la tentación de escribir un prólogo un poco más académico, más al uso, informando, contextualizando, apenas mostrándome al hablar de otro. Pero no he podido del todo. Lo siento por los compañeros de Brulot, que seguramente esperaban otra colaboración de mi parte. Me ha asaltado el convencimiento de que es preciso empezar quitándose el sombrero ante Illich, maestro (y nunca Profesor) de la anti-pedagogía, inspirador (aunque no Guía) de la desescolarización; un “hombre bueno”, lo más peligroso y lo más arriesgado que cabe hoy imaginar, lo más temido por los poderes, como nos sugería Zizek, lo más odiado por los hombres “ni buenos ni malos”, tibios, templados, que Dante ubicaba en la antesala del infierno, tan ineptos para la plegaria como para la blasfemia, incapaces de afirmar y de negar. Illich, diablo ético, nuestro compañero, nuestro hermano. Iván, un “buen demonio”, en la acepción de Goethe.

Consciente de que “sobra” el prólogo (Derrida: “Precediendo a lo que debe poder presentarse a sí mismo, cae como una corteza hueca y un desperdicio formal, momento de la sequedad o de la charlatanería, a veces una y otra cosa al mismo tiempo”), concibo este preámbulo como una declaración de reconocimiento. Quienes no profesan el menor “culto” a la Escuela, estiman o estimarán (cuando tengan la ocasión de leer sus obras) a Iván Illich. Y obtendrán la satisfacción complementaria, el regalo, de poder también disentir, ciertamente no en lo fundamental, pero sí en los detalles, en las implicaciones, en las derivas.

En un tiempo en que la Escuela se universaliza sobre el cadáver de las distintas modalidades educativas no-occidentales, en que reduce a la mínima expresión las restantes instancias de transmisión cultural, con las que de algún modo competía, en que se sabe sin enemigo, sin paliativo, sin contrarresto, ídolo sin crepúsculo, autoridad incuestionable, la figura de Iván Illich cobra una importancia inusitada.

Así como contamos con una robusta tradición pedagógica, un amplio abanico de experiencias reparadoras de la escolarización, que se despliega desde las Escuelas Nuevas de la primera hora (vinculadas al reformismo originario de Pestalozzi, Dewey, Montessori, Decroly, Ferrière...) hasta las Escuelas Libres de hoy mismo (con Summerhill en Gran Bretaña, Paideia en España y Pesta en Ecuador como proyectos señeros), pasando por el “progresismo” de las Escuelas Activas (Freinet, bajo la pancarta), de la llamada “Pedagogía Institucional” (Oury, Vásquez, Lobrot) y de las propuestas “no-directivas” (Rogers), etc.; así como son miles los autores que han pensado para la Escuela, viendo el modo de “mejorarla”, “reformarla”, “modernizarla”, “actualizarla”,... apenas podemos citar a unos cuantos teóricos “disidentes”, entregados a la crítica “radical” de la institución de enseñanza, en la línea de lo que se ha titulado “anti-pedagogía” o “desescolarización”.

Ha habido, desde luego, poetas y narradores que pusieron de manifiesto una sensibilidad anti-escolar, tal no pocos “románticos” y la mayor parte de los “malditos”. Recordemos a Wilde (“Así como el filántropo es el azote de la esfera ética, el azote de la esfera intelectual es el hombre ocupado siempre en la educación de los demás”), a Rimbaud (“Tiene una mano que es invisible y que mata”), a Hölderlin (“Ojalá no hubiera pisado nunca esa escuela”), a Lautréamont (Escuela: “la mansión del embrutecimiento”, “la hermana de la sanguijuela”), a Baudelaire (Una ocupación del Diablo: “Inspirar la pluma, la palabra y la conciencia de los Pedagogos”), a Cortázar (el lema del Profesor: “Mandar para obedecer, obedecer para mandar”), a Artaud (“Todo ese magma purulento de la casta de los grandes burgueses eximidos de la conciencia y del espíritu: curas, científicos, médicos, profesores...”), etc.
Pero, desde el ámbito filosófico, desde la arena científica, desde el campo del ensayo, son escasos los autores comprometidos en la desacralización y repudio de la Escuela. Por eso destella la figura de Iván Illich, al lado de muy pocas: Nietzsche (“el fin de la Escuela es formar lo antes posible empleados útiles y asegurarse de su docilidad incondicional”) y Marx (la Escuela reproduce la sociedad de clases “burguesa” y la opresión política “democrático-liberal” propias del Capitalismo) como precursores; Stirner y Blonskij más tarde; Bakunin y Ferrer Guardia; Althusser, Bourdieu, Passeron y otros desde el marxismo europeo; Reimer y Alice Miller con una energía sorprendente; tal vez Jorge Larrosa, siempre Julio César Carrión,... Con “El irresponsable” y “El educador mercenario” hemos pretendido sumarnos a ese “intertexto” movedizo, que diría Kristeva, pues quizá no pueda hablarse, con propiedad, de tradición anti-pedagógica.

E Iván Illich destaca por la amplitud y belicosidad de su narrativa “desescolarizadora”, que se plasma en la obra que prologamos, pero también en otras (“Juicio a la Escuela”, “La Escuela, una vaca sagrada”,...). Junto a Reimer, toma a su cargo la “re-elaboración” y “explicitación” del legado anti-escolar anterior, adscrito al pensamiento nietzscheano, marxista y anarquista de la primera mitad del siglo XX. En algún sentido, atraviesa un umbral, desarrollando conceptos de los que ya no se podrá prescindir: la idea de la “pedagogía implícita”, el “programa latente” o el “currículum oculto”, en primer lugar, “renombrando” tesis marxistas acerca de la “inculcación ideológica” inherente a toda práctica institucional y su cristalización en “estructuras de la personalidad”; la temprana denuncia de lo que cabría denominar “fundamentalismo escolar” o “religión de la
escolaridad”, etc. Si, en cierto modo, con Nietzsche y Marx ya quedaba casi todo “dicho” en relación con el cometido de la Escuela, con su finalidad, hubo que esperar a Illich para que se identificaran los
mecanismos concretos, los procedimientos específicos, instrumentalizados por la organización escolar para dar buena cuenta de tales objetivos. “La meta de la Escuela es el Estado”, sentenció Nietzsche. Y, para ello, colabora en la forja del empleado útil y del ciudadano dócil -agregó. “Solo hay Escuela donde hay Opresión”, cabe leer en Marx: el artefacto de la Educación Pública nace “en”, “de” y “para” la sociedad de clases moderna; y a él le incumbe “reproducir” esa fisura, esa fractura radical, perpetuando la desigualdad y la explotación económica, de un lado, y la coerción y la vigilancia política, de otro. 

Admitido en los medios críticos que la Escuela surge para operar una “reforma moral” de la población, para adecuar el material humano infantil y juvenil a las necesidades de la máquina económica y de la máquina política del Capitalismo, tuvo que concurrir Illich para que se desvelase el modo efectivo, casi empírico, en que prestaba ese servicio.

E Iván nos habló del examen, en sí mismo violento e “indoctrinador”, del control “carcelario” de la asistencia, de la policía de los discursos que subyace a cualquier “temario”, de la posición “autoritaria” de todo profesor, de la interrelación “viciada” en las aulas, del “programa latente” que enseña sumisión y domesticidad,...

La posición de Illich se singulariza, dentro del arco anti-pedagógico, por dos circunstancias decisivas: en primer lugar, por el ángulo desde el que examina la escuela (una suerte de tríade:

1) teoría crítica general de las instituciones;

2) anti-industrialismo, revisión del productivismo, literatura de la “sociedad de consumo”;

3) perspectiva de los países subdesarrollados, de la pobreza en América Latina); y, en segundo, por su voluntad de diseñar “alternativas”, de trascender el “idealismo negativo”, de resolver la crítica no solo en “hacer” (poesis) sino también en “actuar” (praxis).

Illich “renombra” porque recurre a un aparato conceptual muy peculiar, a un repertorio terminológico de self-service, forjado con préstamos de la teoría de las instituciones, del anti-productivismo intelectual y de la crítica de la sociedad de consumo. Al no partir expresamente del basamento marxista o de la impugnación anarquista, al desechar jergas funcionalistas y lenguajes especializados académicos, puede “refrescar” el universo del discurso y hablar “de otra manera” para, no obstante, incidir en la misma denuncia sustancial y converger en el rechazo franco del sistema.

Podría argumentarse que la teoría de las instituciones esgrimida por Illich (y que aplica a la Escuela, pero también a la medicina oficial, a los transportes públicos y a otros supuestos “servicios” del Estado) no ofrece demasiadas ventajas comparativas si la situamos al lado de la reflexión gramsciana en torno a las “instituciones de la sociedad civil” o de la elaboración de Althusser y otros estructuralistas marxistas a propósito de los “aparatos ideológicos del Estado”.

Illich renombra bellamente, pero el marco de análisis es más vasto, más completo, en los casos del italiano y de los franceses. No obstante, me emociona la fuerza con que Illich subraya un aspecto, descuidado por estos y por aquél: la Institución (“manipulativa”) atenta contra la autonomía personal y la ayuda mutua comunitaria, contra la aspiración de independencia del individuo y su inclinación espontánea a la solidaridad, contra su capacidad de auto-defensa en el seno de una colectividad, contra su orgullo y dignidad en tanto aspirante a un “valerse por sí mismo” entre compañeros; la Institución nos convierte en “dependientes” de una burocracia de los servicios sociales fudamentalmente perversa, paralizadora y domesticadora -nos moldea como “toxicómanos” de la protección estatal. De un modo genial, Illich señala el horror intrínseco a toda formulación moderna de un “Estado del Bienestar”.

Podría sostenerse, también, que, por aferrarse a la “teoría de la sociedad de consumo”, se ve impelido a “saltar” precipitadamente desde el ámbito económico (producción, intercambio, consumo, beneficio,...) al político-cultural (crítica de la educación, la salud, el transporte... administrados), perdiendo de vista la “mediación social”, con lo que desatiende la cuestión clave de la dominación de clase, de la antítesis Capital-Trabajo, de la división en la población.

Pero, como contrapartida, al atenerse a esos conceptos de un modo neto, diáfano, sólido, los planteamientos de Illich en torno a la Escuela, el Hospital o el Transporte pueden llevarse con facilidad al terreno, muy actual, muy en boga, de la ecología política, de la crítica anti-industrial - rechazo del “desarrollo”, del “crecimiento”, del llamado “frankenstein tecnológico”... Demolido el mito del “Estado del Bienestar”, Illich arrumba la Ilusión, tantas veces desvelada, del Crecimiento Económico Indefinido, dejando al orden capitalista absolutamente huérfano de justificaciones, verdaderamente “desnudo”.

Me importa mucho subrayar que el tercer aspecto de la “perspectiva” de Illich (el enfoque sudamericano) le ha permitido esquivar el más turbio de los etnocentrismos: concebir el Planeta como una mera proyección de Occidente. Iván, aparte de subrayar la “maldad” congénita de la Escuela, de toda forma de Escuela, sostiene que incrementa su destructividad, que resulta si cabe aún más nociva, perjuicio amplificado, en los países pobres, en las economías deprimidas. Se opone, así, al discurso “desarrollista” que presenta la escolarización como condición “sine qua non” del progreso material y cultural, y que no quiere ver “educación” allí donde no hay “escuela” (¿qué era y qué es, entonces, la “educación comunitaria indígena”?, ¿qué era y qué es la “educación rural- marginal tradicional”?, nos preguntamos hoy nosotros, gracias a Illich).

4)Que la tierra entera se convertiría en un desierto...

Iván Illich es un temperamento “constructor”, “positivo”, “emprendedor”. Pocas veces se concilian, en una personalidad, un radicalismo crítico tan grande en los presupuestos y una voluntad tan férrea de “alternativa”, de “diseño”, de “invención”, en las derivadas prácticas.

Denunciarlo todo y ser capaz de “proponer” mucho convierte a Illich en un auténtica “rara avis” de la Modernidad. En efecto, sorteando los cepos del nihilismo y del maximalismo inmolador, Illich no ceja nunca
en su empeño de alumbrar estructuras educacionales inéditas, que no se reconozcan en el modelo de la Institución Manipulativa, “no-escuelas” podríamos decir; fórmulas y procedimientos “distintos” para la transmisión del saber, para la elaboración y difusión cultural, para la socialización de la población, para la subjetivización de la infancia y para la moralización de las costumbres...

Cuernavaca ha sabido de ese afán, y se ha convertido en referencia para muchas cosas que conciernen a la crítica cultural más profunda (“crítica de la cultura como crítica de la sociedad”, en el decir de Adorno).

Corría con ello, no cabe duda, un riesgo; pues el “tránsito” (el “periplo”) desde la crítica teórica hasta la innovación pragmática no puede darse hoy sin vértigo, sin escalofrío y tal vez sin fracaso. Y cabría valorar sus propuestas (Tramas de Aprendizaje, Lonjas de Habilidades, Servicios de Búsqueda de Compañeros, Tarjetas de Edu-crédito, Bonos de Estudio”, Instituciones Conviviales”, etc.) como llamativas excrecencias de cierto “utopismo conservador”. Hablamos de “conservadurismo” porque tales iniciativas están pensadas para el aquí y ahora, para la sociedad tardo-capitalista; y quieren encajar en su seno, lograr la admisión, “institucionalizarse” de alguna manera, clavarse en lo Dado, “fijarse”. Y decimos “utopismo” porque salta a la vista que ningún gobierno, ningún partido, ningún poder va a dar un solo paso en esa dirección: no lo hará nunca precisamente por el radicalismo de la premisa, por la extremosidad del proyecto -se trata de abolir la Escuela, de des-escolarizar la sociedad, y de articular un universo educativo sustitutorio...

Queda la poética del gesto: trascender la mera crítica negativa, como si se sucumbiera a “la tentación de existir” (Cioran), para exponerse a la mancha. Trabajar en lo sucio a fin de que no lo sea tanto, y aunque nos ensucie.

Pero, justamente cuando Illich está más cerca de aquel “utopismo conservador”, de aquella “ingeniería de los métodos alternativos”, tanto más lleno de sugerencias y de hallazgos teórico-prácticos se nos revela. Es entonces cuando alude a las relaciones discipulares libres (vínculo maestro-discípulo), que nada tienen que ver con las docentes autoritarias (vínculo profesor-alumno). Es entonces cuando descalifica con dureza el engendro de las llamadas Escuelas Libres, las más mentirosas y las más venenosas de todas. Es entonces cuando canta a la auto-educación, a la educación en comunidad, a la interrelación cultural no reglada. Es entonces cuando aboga por “tramas” de aprendizaje en las cuales los participantes pudieran intercambiar libremente su
saber, apoyarse en sus búsquedas compartidas, elegir “maestros” temporales, siempre desde la horizontalidad y la ausencia de jerarquía, siempre desde la autonomía -prefigurando, ciertamente, aspectos de las llamadas “redes sociales” y de otros dispositivos de transferencia cultural propiciados por Internet. Es entonces, precisamente cuando quizá sueña, cuando más amable nos parece este hombre sublevado, que nos enriquece en todas y cada una de sus páginas, yerre o no el tiro.

Cada vez que revisito sus textos, siento que su optimismo político y existencial, su posibilismo cultural, amenazan con reclutarme. Pero no lo logran: allí donde él proclama “muerta” la Escuela, yo la veo soberana, invencible, indestructible; allí donde él habla del “fracaso” de la educación administrada, yo veo un éxito clamoroso, un triunfo sin fin. Y doy por eso la razón a mi amigo pastor, para quien la antigüedad y la estética son cifras de la verdad: “La tierra entera se convertirá en un desierto”. En el ámbito de la Cultura, y en gran medida gracias a la Escuela, los occidentales vivimos ya en medio del desierto. ¿Qué somos, si no desierto? ¿Y qué hacemos, aparte de desertizar cuanto tocamos?

Pedro García Olivo-La Haine

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